Los conceptos de anormalidad, discapacidad, limitación, debilidad y minusvalía han definido, estigmatizado y segregado a las personas a quienes se han rotulado como diferentes y anormales (2). De igual forma, se ha conceptualizado como patologización a diversas condiciones, como el color de la piel, la locura, el autismo, la sordera, la epilepsia y la limitación de movilidad, entre otras. Muchas de estas condiciones han generado que las personas que las presentan sean percibidas por el resto de la población como potencialmente peligrosas.
La discapacidad se enmarca en diversos procesos sociales que llevan a una exclusión y marginalización de los individuos considerados diferentes y anormales (3). En contraste, si hablamos de la definición de normalidad, ella está delimitada por diferentes definiciones epistemológicas. Algunos grupos de personas que comparten ciertas condiciones comunes como, por ejemplo, autismo, sordera o epilepsia no aceptan los términos de enfermedad, limitación o discapacidad, entonces, sus discursos de inclusión y participación se aproximan más a definiciones de minorías culturales que a categorías de discapacidad (4,5).
El temor a la anormalidad y la necesidad de organizar en niveles jerárquicos las actividades sociales, han llevado a definir lo normal como un constructo esperable de interrelaciones de pares. Los grupos dominantes determinan cuáles son los parámetros fenotípicos y culturales comunes de la mayoría (6). De esta manera las personas diferentes, con condiciones especiales o aquellos que lucen diferente son sometidos a procesos de opresión y subordinación (7).
La degradación y la subordinación de un grupo racial permite explicar las desigualdades sociales y ratifica las posturas de las clases dominantes y las acciones en contra de los grupos excluidos (8). El otro como sujeto conspiratorio ha estado presente en Colombia desde la Colonia: nadie deseaba ser ese otro. En el siglo XVIII si se deseaba pertenecer a un grupo específico dominante se debían poder rastrear los ancestros españoles a través de la genealogía.
Posteriormente, ya en los siglos XIX y XX cuando los procesos de rastreo genealógico eran más distantes y en muchos casos el mestizaje había disminuido el brillo del blanco europeo, se recurrió al fenotipo y al color de la piel: nadie en las ciudades andinas quería ser indígena o negro. No solo era necesario el dinero para garantizar el bienestar; en algunas ocasiones así se fuera pobre bastaba ser blanco para ser más que los demás (9).
No es sorpresa que en los censos disponibles desde 1778 hasta 2005 en este país hubiera muy pocos negros e indios y que solo en esta última década se encuentren indicadores epidemiológicos que están más acordes con el fenotipo y color de piel de la población colombiana.
La necesidad de un estado unitario que permita mejorar los grupos poblacionales que viven en las zonas de frontera aparece con el siglo XX. Se debe tener en cuenta que en ese momento para poder integrar las buenas costumbres y la superioridad de los genes europeos era necesario propiciar procesos de culturización y entremezclamiento de la población blanca con esa población indígena “protegida” y débil mentalmente pero servil y amistosa y siempre percibida desde el imaginario colonial como el buen salvaje.
En otra situación se encontraba la población negra. Los negros eran parte del África influenciada por el islam; por antonomasia, eran herederos del mal y lo aberrante. Con ellos el proceso sería más lento y en caso de no ser posible serían población sometida (10–12). Estos postulados eugenésicos del siglo XX tienen su base en la teoría del evolucionismo de Lamarck y Darwin de 1859, donde la supremacía y el poder eran determinados por la raza y el ambiente (13).
En Colombia, durante los siglos XVIII y XIX, existían dos grupos poblacionales predominantes que si bien compartían el territorio nacional, no lo cohabitaban, ya que sus espacios geográficos eran diferentes: en los Andes estaban aquellos con mayor contenido genético europeo, las castas oligarcas superiores blancas y dominantes. En la periferia, atados al calor, las malas costumbres y lo insalubre, estaban los negros, zambos, libres, mulatos e indios, todos salvajes por origen (14,15).
A través de la teoría evolucionista, la eugenesia emergió legitimando el concepto de raza como un paradigma que determinaba no solo axiomas clasificatorios, sino que permitía depurar mediante la segregación todo aquello que pudiera llegar a contaminar, degradar o enfermar a aquellos que pertenecían a los grupos con superioridad racial de la región.
En este periodo la ciencia permitía a través de la medicina identificar condiciones que antes no eran percibidas como una enfermedad. Y fue así como las personas con ciertas características de género, raza y fenotípicas eran consideradas débiles, idiotas, tarados e incapaces (16).
De igual forma, se atribuyó a algunas minorías el ser portadoras de condiciones infecciosas o mentales que ponían en riesgo al resto de la población, por lo tanto debían ser aisladas y confinadas a diversas instituciones.
En la actualidad hablar de raza se ha mitigado a través del sofisma literario de la etnicidad: una manera de mitigar el efecto discriminatorio (17). La academia podría considerar que estas posturas raciales desaparecieron al reconocer que “todos los hombres son iguales”. Sin embargo, siguen apareciendo en publicaciones científicas estudios que describen en sus conclusiones de manera superficial resultados en los cuales las poblaciones negras son más fuertes pero menos inteligentes (18,19).
Esta concepción del origen étnico-racial de una patología o de algún tipo de incapacidad, limitación o discapacidad, se encuentra mimetizada y sincrética en la literatura científica donde algunos autores atribuyen predisposiciones raciales a ciertas patologías (20).
La cotidianidad de las personas que presentan discapacidades motoras y cognitivas, al igual que la de algunos individuos con condiciones especiales está llena de limitaciones, de mensajes cargados de ideas de minusvalía y de posturas excluyentes que en algunas ocasiones dificultan los procesos de inclusión social (21,22).
Referencias bibliográficas
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9. Leal C. Usos del concepto “raza” en Colombia. En: Mosquera Rosero-Labbe C, Rodríguez-Garavito C, editores. Debates sobre ciudadanía y políticas raciales en las americas negras. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Universidad del Valle; 2010. p. 389–438.
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